lunes, 11 de abril de 2016

de ilusiones (os lo dije)

España es un país que necesita desilusionarse.
Uno se da cuenta rápidamente por poco observador que sea.
En el ámbito familiar, en el ámbito laboral, en el ámbito político.
No hay nada peor que que le llamen a uno ingenuo, pardillo, o incluso optimista.
Hasta dónde vamos a llegar...eso jamás.
Todo nuestro comportamiento gira en torno a evitar esa vergonzosa situación.

Ya te lo dije.
Tú verás.
Ya empezamos.
Todos son iguales.
Ya veremos.
Tú mismo.
No sé yo.
Hoy sufriremos.

En España triunfan los profetas del apocalipsis o, como se dice últimamente, el cuñadismo. Nada es más gratuito, nada tiene menor coste. Y sin embargo, nada parece tener más valor. Nada parece bloquear más al contertulio.
Una declaración optimista, en una cena familiar, reunión de empresa, plató de TV o rueda de prensa es retenida por todos y guardada en el cajón de las cuentas pendientes, en la carpeta del deseo de fracaso. Ya se sabe el precio a pagar en caso de no cumplirse, y lo implacable que será el cobrador.
Sin embargo, una declaración pesimista nunca se paga. Ni siquiera se factura. La alegría por su incumplimiento borra por completo tanto el contenido como el nombre de su autor. No se guarda en ningún cajón, ni en ninguna carpeta. No hay registro, albarán. Desaparece. Se esfuma.

Twitter es un gran ejemplo de plataforma donde la competición llega a sus cotas más altas. Periodistas, políticos, trolls, economistas...se enzarzan en una batalla a ver quién es capaz de soltar en 140 caracteres la sentencia más escéptica, la que nadie pueda echarles en cara nunca, aquélla que aglutine el mayor número de retuits por destructiva.

Porque necesitamos desilusionarnos.
Incluso cuando toca ilusión.
Entonces parece que se activa el protocolo de emergencia, y primero los interesados en desmontar el castillo, seguidos de los apóstoles de la ceniza, y finalmente la gente ilusionada, poco a poco y por etapas muy bien marcadas, con miedo a ser tachada de inocente (periodistas, analistas, tuiteros o activistas), nos vamos cargando todo el capital de optimismo generado por nosotros mismos.
Y una vez comenzado el derribo parece que no hay forma de pararlo, o nadie sabe dónde está el botón o nadie lo quiere apretar. Incluso aquéllos que administraban la ilusión parece que se unen a la maquinaria con actitudes y declaraciones que terminan por dejar el terreno abonado para un nuevo tiempo de más de lo mismo.

Así se vuelve a salvar el país. No vaya a ser que por una vez lleguen a entender el mensaje de los votantes, pacten, formen una coalición y gobiernen para todos...que no somos pardillos.

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