jueves, 22 de octubre de 2009

Mi Buenos Aires (2). olores

















Había un olor en las calles de Buenos Aires que no volví a encontrar cuando regresé a Barcelona. Años más tarde viajé a Brasil y volví a encontrar el mismo olor. No conseguía determinar a qué se debía, pero lo reconocía perfectamente.
Ese olor me encantaba, y pasé mucho tiempo intentando descifrarlo.
No era ninguna flor de ningún árbol de los que pueblan las veredas porteñas, ni tampoco ninguna especia concreta.
No era alimenticio.
No era perfume.
Y tampoco era constante.
Pero quizás un día, doblabas una esquina (qué hermosa expresión) y te lo encontrabas, intenso, profundo, inconfundible.
Ese olor me persiguió durante los dos años que viví en Buenos Aires, y como dije antes también volví a reencontrarlo en Río de Janeiro.

Más tarde encontraría la fuente de ese olor, otra vez en San Telmo al bajar del taxi que me llevaba desde Ezeiza a casa de Philippe en Plaza Dorrego. Fue casi una escenografía. Al lado de la puerta de casa de mi amigo había abierta una zanja. Obreros vestidos con sus correspondientes monos de trabajo y sus chalecos reflectantes. Todo muy profesional. Y el olor. Inconfundible otra vez. Mientras arrastraba la maleta por el empedrado de calle Defensa mi ojos iban percibiendo poco a poco el fondo de la zanja, en el cual una tubería de gran tamaño estaba siendo manipulada.
Y ahí terminó el misterio.
Era gas.
Ese olor que tanto me acompañó y que tanto llegué a extrañar era gas.
Las calles de Buenos Aires huelen maravillosamente a gas.

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