domingo, 21 de marzo de 2010

Ya es mala suerte.
La última vez que salieron eran seis. De eso hace ya diez años.
Pero Francisca ya sabía que no volvería a salir más. Ya no le quedaban más fuerzas, aunque vocación le sobrara. Empezaba a fallarle su cuerpecito menudo, y aunque a sus ochenta años tenía más energía que todas las demás juntas, dudaba que pudiera ver Madrid de nuevo.
Las Descalzas de Loeches salen una vez cada diez años.
Y eso se nota.
Son monjas de clausura, y aunque descalzas cuando salen por la capital se ponen algo en los pies porque están dispuestas a recorrerlo todo.
Comienzan con un buen desayuno en alguna cafetería-pastelería donde prueban todas las especialidades que puedan ofrecerles entre risas castas y contenidas, miradas cómplices y patas de gallo. Luego suelen dar un buen paseo para bajar el café con leche mientras comentan lo que acaban de probar y lo comparan con las delicias que ellas mismas preparan en el convento. Detienen su paso ante cualquier iglesia con que se topen y entran a encontrarse ni que sea por un segundo con ese silencio que es su día a día. Supongo que lo hacen para percibir el contraste cuando vuelven a salir a la calle, un contraste que como todas las sensaciones que se experimentan muy de vez en cuando, es importante retener y guardar en el tarrito de la memoria. Para que no se escape, como decía siempre Francisca.
Suelen ir a algún museo, hoy toca el Reina Sofía.
Y por la tarde al parque del Retiro a leer poesía.
Esta vez coincidió con el día del padre. Y ya es mala suerte porque estaba todo cerrado.
Parecía que les sabía mal incluso preguntar -"por favor, discúlpeme jovencita, ¿dónde está La Casa Encendida?""todo derecho, todo derecho". Y allá van, en un día gris pero con el garbo al caminar de quien pisa poco la calle. Muy poco.

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