martes, 7 de febrero de 2012

AT


Yo tenía 21 años (creo).

Entré en la Fundació Tàpies y me dirigí al fondo, donde había un pequeño habitáculo en el que se proyectaba un vídeo de Antoni Tàpies pintando. Pintando y explicando. Un gran lienzo en el suelo, un gran hangar lleno de otros lienzos amontonados en paredes. Obras acabadas. Obras inacabadas. Muchas manchas en suelo y mandil, huellas marcadas en rojo, en amarillo, en ocres por el suelo de hormigón pulido. Y él rodeando el lienzo una y otra vez, explicando el significado de las cruces, tan recurrentes, de las A y de las T que inundan sus obras. Lanzas con punta de pincel.
Y un momento. Para mí de una humildad infinita. Un momento muy íntimo (intuyo) de todo artista que realmente se precie de llamarse así: el final.
El final de una obra.
Ese momento en que decide no volver a pasar el pincel por el lienzo.
Una despedida. Una muerte.
Y la admisión del sentimiento de angustia ante todos y cada uno de esos finales.
Comprender y compartir eso explicado por Antoni Tàpies fue lo que realmente me acercó a su pintura.

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